Suzanne, aprovechando la excitación de su cliente, le ató las manos al cabecero de forja de la mugrienta cama. Sin vacilar y contoneando sus caderas, extrajo una pistola de su bolso y le disparó a bocajarro para no fallar. Se había propuesto terminar con el mundo del que le era imposible escapar.
Dejando atrás el tercer cadáver, que bien podía ser el de un banquero, un fontanero, un profesor, un padre de familia, un hijo, un hermano… salió de aquella pensión camino de su cuarta víctima. La noche no había hecho más que empezar.