La expectación es máxima.
Se oyen cánticos de apoyo a los contendientes.
El coliseo es un clamor y la hierba –ya no arena- recibe miles de miradas desde el graderío.
El césar vestido de negro, en su papel de árbitro gira la cabeza a un lado; seguidamente lo hace al lado contrario y tras confirmar que todo está en orden, llena sus pulmones de aire y sopla el silbato de su boca mientras piensa “alea jacta est” (la suerte está echada).
Tras dos horas de lucha, unos llorarán de tristeza por la derrota y otros lo harán por la victoria.
Pero en este duelo nadie se acordará de quién más sufre, de quién más patadas recibe y que es parte imprescindible...
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