
Cuando era pequeño me cantabas todas las noches, “duérmete niño, duérmete ya, que viene el coco y te comerá…”. Una y otra vez tarareabas sin descanso hasta que mis párpados se cerraban abriéndose el telón del cine de mis sueños.
Ahora entiendo que intentabas protegerme.
Mientras entonabas, me cubrías con la sábana, para darme el calor que a ti te faltaba. Y después de asegurarte de que ya soñaba, salías de la habitación y cerrabas la puerta para que yo no me diera cuenta de nada.
Ahora entiendo que intentabas protegerme.
Al rato, el coco llegaba a casa; no era un fantasma, era peor. El diablo personificado, encolerizado por las copas de más que su cuerpo contenía.
Ahora sé que me protegías de este monstruo que nos acechaba todas las noches.
Lo hacías muy bien, porque hasta la mañana siguiente era capaz de dormir de tirón acurrucado en mi cama, ajeno a tus pesadillas. Si hubiera sido consciente de algo, pero ¡era tan niño!
Y me acuerdo una mañana, que te vi unos moratones en los ojos y en otras partes de tu cuerpo. Te pregunté cómo habían salido y me dijiste que no me preocupara. Me contaste que habías acabado con el coco y que nunca más nos molestaría.
Ahora imagino la batalla que libraste y sé por qué a partir de ese día mi papá se marchó para siempre; debiste ser muy valiente.