
Avelino fue siempre un seductor, un hombre al que le gustaron las mujeres más que nada en el mundo. Un hombre apuesto, de los de traje y pajarita al que nunca le importó si eran rubias o morenas; si tenían los ojos azules, verdes o castaños. Atraído por sus cuerpos curvados hasta perder el equilibrio, les invitaba a una copa, les recitaba lindos poemas y bailaba agarradito hasta enamorarlas. Fueron más amantes de las que su memoria podía recordar; pero ninguna consiguió adueñarse de su corazón para siempre. Con cada una compartía un trocito de su pasión. Y una noche de verano, cuando las arrugas de su cuerpo eran ya lo suficientemente profundas como para perder sus encantos, mientras intentaba refrescarse del sofocante calor en la orilla de la playa con la luna llena iluminando las olas del mar, le visitó una dama joven, morena, con la piel fina y suave, los ojos negros como el azabache y la voz muy dulce. Entre susurros le brindaba la oportunidad de amarse eternamente. Y Avelino no lo dudó. El seductor, seducido. Se cogieron de la mano con los dedos fuertemente entrelazados. La dama de la muerte se lo llevó para no regresar jamás.